Siempre es interesante ser testigo del nacimiento de un mito desde un punto de vista sociológico.

En el caso del deporte, su continuo relevo generacional nos permite vivir este fenómeno con bastante frecuencia. Otra cosa es que, por turno, la estrella emergente sea de tu país (o el mío) o haya que seguir sus proezas desde la distancia.

A mí me pilló joven el mejor Carl Lewis, pero he aguantado la respiración con las cabalgadas de Usain Bolt. Cogí a Perico con un pie en tierra y otro en el pedal, pero sacrifiqué todas mis siestas de julio por los cinco Tour de Indurain. Y quise calzar unas Jordan sin haber disfrutado en directo con los trucos de Magic.

Este artículo surgió ayer entre las dos de la tarde y esta mañana a las siete y media de la mañana. Ayer (lunes), paseando por el parque que hay junto a casa, vi una niña que no debía tener más de tres o cuatro años con una camiseta roja que llevaba en la espalda el #93 de Marc Márquez. Era una imagen simpática. No sé si la pequeña habría visto las carreras del domingo por la tele, ni si habría sido idea suya o de sus padres la decisión de bajar a jugar al parque en un día de fiesta en Madrid con la camiseta del nuevo ídolo de MotoGP. Aunque en estos casos me inclino por la capacidad de persuasión de un ‘enano encaprichado’ en llevar una prenda a la que le ha dado un valor especial. Así que todo indica (como está tan de moda decirlo ahora) que, efectivamente, a la pequeña «le gustan las motos».

Esta mañana, cuando aún no había salido el sol. Un niño (con una edad muy parecida a la de nuestra anterior protagonista) pasaba junto a mí cogido de la mano de su madre, de camino al colegio. No escuché de lo qué hablaban hasta estar a su lado, cuando el niño le soltó a su madre, con una frescura envidiable a esas horas de la mañana, «ahora me llamo Marc Márquez«. Según he podido saber, también le había comunicado el cambio de identidad a su padre durante el desayuno.

Lo que te cuento hoy no tiene nada de noticioso (salvo para esos padres que se enteraron esta mañana que tienen en casa a un tal Marc Márquez, en lugar de su hijo) pero han sido dos detalles que me han hecho pensar en la potencia del impacto que ha tenido el nuevo prodigio del motociclismo mundial. Ellos (los niños) no saben si Marc es bueno por alguna de esas razones que los periodistas intentamos explicar hasta perder el contacto con la realidad más tangible, por el simple hecho, en muchas ocasiones, de juntar letras y llenar páginas. Ni les importa. Sólo saben que es el mejor. Con eso vale. Creo que es la parte más entrañable y auténtica del sentimiento de afición.

Después uno crece y empieza a ver a sus ídolos con otros ojos. En algunos casos para fijarte en ellos como espejo, para intentar imitarles e, incluso, pensar que, cuando crezcas, podrías ser mejor que ellos en su misma disciplina.

Más tarde viene algo así como el afecto por costumbre. Un sentimiento de afinidad por el paso de los años y las emociones vividas desde la distancia. El «yo soy de…»

Y cuando ya eres mayor, a veces acabas envidiando otras cosas como su éxito e, incluso, su dinero y todo lo demás se queda en un sentimiento de admiración personal en segundo plano.

Todo ello es un complejo proceso en el que, por supuesto, también influye la propia evolución del ídolo y como le vaya tratando la vida con los años. ¿Ves? Me vuelvo a poner sesudo y aburrido.

Así que no cabe duda de que el mejor es ese momento inicial, cuando aún imaginamos más que pensamos (bendita infancia), y creemos realmente, con solo decirlo y ponernos una camiseta que «ahora me llamo Marc Márquez«.

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