Nasser Al-Attiyah se ha proclamado campeón del Dakar 2015. La victoria del príncipe qatarí no ha pillado por sorpresa a nadie, en parte, porque muchos la temían, entre ellos, sus rivales y, principalmente, sus compañeros. Antes de que se tomara la salida era como una profecía que todos (menos él) mencionaban con la boca pequeña, como para evitar que se cumpliese, pero con ese gesto en la mirada de que se avecinaba lo inevitable.

«Cuidado con el moro» me decía uno de los veteranos del pelotón. Y eso que este era de los pocos que lo podía mencionar con la tranquilidad de, en su caso, ir montado en un dinosaurio con ruedas y 1.000 CV que le mantendría a salvo del imparable galope de Nasser.

14 lunas más tarde todo se había cumplido sin dejar el más mínimo rastro de dudas. La sucesión de acontecimientos siguió fielmente el guión que casi nadie quería y todos tenían claro que podía pasar. Ha sido la victoria de la no sorpresa. Un triunfo anunciado por la providencia de saber que ese piloto con ese coche serían muy difíciles de batir.

Pronto empezaron a cumplirse los salmos, con el Apocalipsis de los favoritos a las primeras de cambio. Sobre todo Nani Roma, más importante que ninguno, por ser el vigente campeón, y más súbito que ninguno, por ocurrir a 30 kilómetros de la primera salida en serio de la carrera.

Después picó billete Carlos Sainz, lastrado por los problemas de juventud del proyecto de Peugeot. Al igual que Peterhansel, que se descolgó del ritmo de cabeza, para asegurar que algún león volvía sano y salvo a la meta de Buenos Aires, después de las accidentadas volteretas de la dupla española (Sainz-Cruz). Despres no ha estado pero tampoco se le esperaba en su primer intento sobre cuatro ruedas.

Nasser atravesó este incandescente purgatorio como el que va saltando de piedra en piedra sabiendo de antemano cuales son las que no se van a hundir en el fango. Y, además, lo hizo más rápido que ninguno. Sólo el infalible olfato del último lobo sudafricano de los raid, De Villiers, apenas le pudo seguir el rastro desde la distancia con su Toyota.

El príncipe no sólo es un piloto rápido, muy rápido. Incluso aunque el Mundial de Rallys (WRC) le quede grande en los días que se pasa por allí. Esa es otra guerra. Pero en el desierto ha sido uno de los más fuertes desde que Volkswagen y Sudamérica transformasen esta mítica carrera de resistencia en un sprint sin límite de velocidad. Una interminable Autobahn de arena y piedras. Además, Nasser también se trajo a esta reciclada disciplina la picardía del corredor de fondo. Los codazos y empujones al límite de lo legal que sacan de quicio y de pista a sus contrincantes. Esas artes también las domina.

Por todo ello, el día que se supo que ponía fin a sus onanistas y estériles proyectos con buggys de dos ruedas motrices para comprar uno de los Mini de X-Raid, a más de uno le entraron los sudores fríos. Para empezar porque Nasser es Nasser y el Mini es el Mini. Es decir, un piloto campeón en un coche campeón.

Por otro lado, porque sus incalculables petrodólares van siempre acompañados de los colores de Red Bull. Esto suponía que los flamantes nuevos Peugeot 2008 DKR iban a tener que compartir foto en las jugosas campañas de comunicación de la marca austríaca de jarabes energéticos y, además, con esto metía esos mismos colores en casa del enemigo, ya que los Mini habían sido hasta ahora coto privado de las latas negras y verde fosforito de Monster. Algo que podría poner en peligro el apoyo de su propia marca en una situación límite. Por mucho que el millón de dólares que había pagado por su Mini llevara intrínseca una cláusula de independencia llamada Qatar Rally Team.

En definitiva, un rival incómodo en lo deportivo y también en lo político. El rival que no querían ni sus propios compañeros, pero al que nadie se atrevía a dejar fuera de las apuestas.
Y lo mejor de todo es que al final todos han tenido razón y Nasser, con su Mini ‘infectado’ de Red Bull, sus modales de aristócrata pérsico, su pata de hierro y su brújula de instinto; ganó el Dakar.

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